La difícil relación de México y el Vaticano

“Nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora”. La frase se le atribuye a José Sánchez del Río, un niño mexicano que con solo 14 años fue ahorcado y acuchillado por sus verdugos en febrero de 1928, durante la llamada Guerra Cristera.
El sueño con el que José convenció a su madre de dejarlo unirse a los rebeldes se convirtió en realidad hace pocos días, cuando el Vaticano anunció que el chico será elevado próximamente a los altares, donde hará compañía a 25 cristeros más que ostentan ya la condición de santos.
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La guerra de los cristeros, también conocida como Cristiada, fue un conflicto armado, de carácter religioso, en el que amplios sectores católicos –en su mayoría campesinos del centro del país– se alzaron entre 1926 y 1929 contra el gobierno de Plutarco Elías Calles en protesta por sus políticas de corte anticlerical.
El anuncio de la santificación de José se produjo días antes de la primera visita a México del papa Francisco, que se inicia este viernes, y fue un recordatorio de lo difíciles que han sido las relaciones entre la Iglesia y el Estado en ese país.
Según Manuel Ceballos Ramírez, miembro de la Academia Mexicana de Historia, profesor del Colegio de la Frontera Norte y uno de los mayores expertos de México en la materia, el conflicto entre los dos poderes –que hoy se encuentra en una de sus periódicas etapas de distensión– se remonta a la época colonial.
Durante el siglo XVIII, la dinastía borbónica expidió una serie de medidas anticlericales –incluyendo la expulsión de los jesuitas– que explican, según Ceballos, que la independencia de México la impulsaran en la práctica sacerdotes como Miguel Hidalgo o José María Morelos.
Después de la independencia el péndulo se fue para el otro lado. El artículo 3 de la Constitución de 1824 prescribía que la única religión del Estado mexicano era la Católica, sin tolerancia de ninguna otra. Según Ceballos, “todos los documentos de la época afirman la supremacía de la Iglesia Católica en la nación mexicana”.
La Iglesia adquirió entonces un enorme poder social, apoyada por los sectores más conservadores del país. En medio de ese idilio se fue incubando una reacción liberal que daría nacimiento a un combativo pensamiento anticlerical, cuyas posturas terminarían por reflejarse en la Constitución de 1857.
Los antecedentes más inmediatos de esa Constitución fueron la llamada Ley Juárez de noviembre de 1855 (autoría de Benito Juárez), que suprimió el fuero eclesiástico, y la Ley Lerdo de junio de 1856 (autoría de Miguel Lerdo de Tejada) que desamortizó los bienes de la Iglesia (que luego serían nacionalizados).
Promulgada el 5 de febrero de 1857, la Constitución, entre otras cosas, prohibió a los funcionarios públicos asistir oficialmente a los actos religiosos y estableció un Estado laico, en el que desaparece la idea de una religión oficial. Fue el primer intento de separación de la Iglesia y el Estado en México.
En 1858, Juárez fue nombrado presidente de la República, pero enfrentó una feroz oposición de los sectores conservadores, unidos con el clero, que se habían sublevado contra el gobierno constitucional. Juárez se vio obligado a ejercer un gobierno itinerante, que incluyó un período corto en el exilio.
Las dificultades políticas no impidieron que Juárez promulgara una serie de leyes, conocidas como Leyes de Reforma, que buscaban completar el proceso de separación de la Iglesia y el Estado, y establecer las competencias de sendas instituciones.
Derrotados por el gobierno e indignados con las Leyes de Reforma, los conservadores acudieron a Napoleón III a pedirle que interviniera en México y nombrara, por la fuerza, un gobernante católico. El resultado fue el imperio de Maximiliano de Habsburgo, que gobernó entre 1864 y 1867.
Contra los deseos de sus auspiciadores, el gobierno de Maximiliano resultó bastante liberal en materia religiosa, lo que no impidió su derrota por las tropas de Benito Juárez, que con el apoyo de Estados Unidos logró deponerlo en 1867 y restaurar la forma republicana de gobierno.
Después de la caída del imperio, Juárez empezó una política de conciliación con la Iglesia, pero a su muerte, en 1872, Sebastián Lerdo de Tejada, su sucesor, se volvió a mostrar agresivo con la Iglesia, y decidió incorporar las Leyes de Reforma a la Constitución. Expulsó, además, a las Religiosas de la Caridad.
En noviembre de 1886, Porfirio Díaz asumió de manera interina la presidencia de México, cargo que desempeñó después de manera constitucional entre 1884 y 1911, período que se conoce como el porfiriato, en el que produce una nueva etapa de conciliación entre la Iglesia y el Estado.
“La habilidad política y maquiavélica de don Porfirio Díaz hizo que desconociera la idea esta de la separación de la Iglesia y el Estado, que prescribía la Constitución. Se hizo el de la vista gorda y nunca la reformó”, asegura Ceballos.
En esa época, según el historiador, la Iglesia Católica tuvo un gran desenvolvimiento; llegaron nuevas congregaciones del extranjero y se agregaron algunas de origen nacional. Se incrementó el número de parroquias y hubo diversas coronaciones de imágenes marianas. La más importante, la de la virgen de Guadalupe, en 1895.
Para Ceballos, la coronación de Tepeyac (lugar sagrado que visitará el papa Francisco) fue una parte importante de la reconstitución de la Iglesia mexicana. En México, “el culto guadalupano es un factor de unidad. A veces aquí dicen, ‘puede que sea ateo, pero soy guadalupano’”.
A Díaz le sucedió Francisco Madero, a quien se atribuye haber sembrado las semillas de la Revolución Mexicana con sus proclamas en contra del porfiriato. Pero Madero no cambió las buenas relaciones entre el gobierno y la Iglesia. Al contrario, las fortaleció.
Según Ceballos, “de 1911 a 1914 hubo una gran apertura hacia la Iglesia Católica, promovida específicamente por Madero. Existieron, incluso, agrupaciones católicas sociales y hasta un Partido Nacional Católico, calcado de algunos partidos europeos”.
Citando a Gabriel Zaid, uno de los más distinguidos intelectuales mexicanos, Ceballos afirma que la creación del Partido “causó un gran susto político entre los liberales mexicanos, que creían que la Iglesia Católica y los católicos habían pasado a un segundo plano”.
Madero fue asesinado en 1913 y fue reemplazado por Victoriano Huerta, conocido en la historia de México como “El usurpador”. Huerta fue derrocado al año siguiente por Venustiano Carranza, quien decidió convocar un Congreso Constituyente.
Reunido en Querétaro, y tras dos meses de sesiones, el Congreso, dominado por fuerzas radicales, promulgó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (que reforma la del 5 de febrero de 1857), conocida como la Constitución de 1917.
“Más que liberal, la Constitución de 1917 es, en muchos puntos, jacobina, porque desconoce la personalidad jurídica de las iglesias”, asegura Ceballos. Aún así, y a pesar de los inevitables conflictos, entre 1917 y 1924 las actividades de los católicos fueron respetadas, o al menos toleradas.
En 1925 asumió la presidencia del país Plutarco Elías Calles y la relación entre los dos poderes llegó a su punto más conflictivo. Calles consideró a los católicos como enemigos, porque se oponían a su poder absoluto, y promulgó la llamada Ley Calles, que buscaba controlar y limitar el culto católico en el país.
Como respuesta, varios grupos católicos se organizaron en la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, y empezaron a boicotear al gobierno. Meses después eligieron la vía armada para enfrentar a Calles, dando comienzo a la guerra cristera.
En 1928 muere el presidente electo Álvaro Obregón a manos de un militante católico, lo que agravó las relaciones entre la Iglesia y el Estado. En reemplazo de Obregón asumió la presidencia Emilio Portes Gil quien propuso a los obispos un acuerdo para terminar la guerra y llegar a un modus vivendi aceptable para todos.
El acuerdo, conocido con el nombre genérico de “arreglos”, fue criticado por un grupo importante de católicos que los consideraron un engaño, porque no se tomaron en cuenta las opiniones de los de la Liga y de algunos de los combatientes más comprometidos con la guerra.
Una nueva oleada anticlerical y la reanudación de los enfrentamientos entre 1932 y 1938, en lo que se conoció como la segunda cristiada, pareció darles la razón. Finalmente, sin embargo, los ánimos se
calmaron y la relación entre la Iglesia y el Estado entró en una nueva etapa de reconciliación.
La expropiación petrolera en 1938 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, al año siguiente, hicieron que la sociedad mexicana entrara en un proceso de reacomodo, y la elección de Manuel Ávila Camacho como presidente de la república en 1940 dio inicio a un largo período de conciliación.
No desaparecieron todos los conflictos, pero con excepción del tema de la educación, donde el gobierno mantuvo un férreo control (que tuvo su máxima expresión en la instauración del llamado texto único), hubo una especie de acuerdo tácito entre las partes, que de acuerdo con Ceballos marcó el panorama general hasta 1988.
En esa época se empieza a producir un acercamiento entre el gobierno y el Vaticano.
En 1974, el presidente Luis Echeverría se reunió con el papa Pablo VI, y en 1979 el papa Juan Pablo II (hoy ascendido a los altares) visitó por primera vez a México y fue recibido por José López Portillo, sin tratarse todavía de una visita oficial.
El giro más pronunciado, sin embargo, se produjo a partir de 1988. A la posesión del presidente Carlos Salinas de Gortari fueron invitados por primera vez los más altos jerarcas de la Iglesia Católica en México, incluido el nuncio apostólico y gran negociador Girolamo Prigione, alfil de Juan Pablo II en su “conquista” de México.
Más allá del acercamiento entre los líderes de la Iglesia y el Estado, el gran cambio se dio en 1992, con la reforma de varios artículos de la Constitución, que incluyeron el restablecimiento de la personería jurídica de las iglesias, que hasta ese momento no tenían una existencia legal.
Entre los múltiples cambios que produjo, la reforma incluyó también la libertad de profesar cualquier creencia religiosa (un reconocimiento a la diversidad de credos, aunque la Iglesia Católica seguía siendo casi omnipresente) y permitió la enseñanza religiosa en las escuelas particulares.
Pero, según Ceballos, “lo que cerró el proceso [de acercamiento entre la Iglesia y el Estado] fue sin duda el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado mexicano en septiembre de ese mismo año”.
Muchos dudan de las intenciones de Salinas. “Yo soy de la opinión –dice el historiador– de que frente a la gran ilegitimidad con la que llegó a la presidencia nacional, trató de hacer que la Iglesia reconociera su poder. No podía tener de enemiga a una institución de tan importante en la sociedad mexicana”.
Cualesquiera que hayan sido los motivos de Salinas, lo cierto es que su gestión se convirtió en un parteaguas en las relaciones Iglesia-Estado en el México moderno.
Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto siguieron los pasos de Luis Echeverría y visitaron en su momento el Vaticano. Juan Pablo II hizo cuatro viajes más a México durante su largo reinado, y lo mismo hizo su sucesor, Benedicto XVI.
Ahora llega Francisco, que será el primer papa en ser recibido de manera oficial en el Palacio Nacional de la Ciudad de México durante la ceremonia de bienvenida al país que tendrá lugar este sábado 13 de febrero. Hoy no sería tan fácil para José ganarse el cielo.