Las madres brasileras de los primeros bebés con zika, dos años después: "Lo que estoy viviendo es peor de lo que me dijeron"

RECIFE, Brasil.- Kassia, Jusikelly y Carolina tienen tics que se repiten. Antes de irse a dormir recitan prescripciones médicas larguísimas e impronunciables como si fueran un Padre Nuestro. Dominan varias fórmulas porque cada seis meses los pediatras cambian los remedios a la espera de encontrar la receta mágica que encaje, que dure, que les facilite la vida a ellas y a sus hijos.
Kassia, Jusikelly y Carolina son madres de bebés con Zika.
El hijo de Kassia, Davi, fue el primer bebé de Pernambuco, Brasil, en ser diagnosticado con una enfermedad que por aquel entonces nadie conocía. “La doctora me explicó en qué consistía pero lo que estoy viviendo es mucho peor de lo que me dijeron”, nos dice.
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Cuando el ginecólogo de Jusikelly da Silva supo que esta pernambucana ya tenía otros dos hijos, le recomendó que esta vez abortara: “Le dije que mientras respirara lo iba a tener, no pensaba llevarme esa culpa a la tumba”, nos lo cuenta abrazada a su hija Luhana, con los otros dos pequeños a cada lado como fieles escuderos de la hermana más frágil, una niña de un año y seis meses que no consigue sujetar su cabeza. Ni hablar. Ni comer. Mucho menos caminar.
Carolina Silva no se olvida de las caras de horror que pusieron las enfermeras cuando nació su hija. El susto de un cráneo con un perímetro de 27 centímetros. A sus 22 años tuvo a María Gabriela, su primera hija. El parto fue prematuro. “Todos me miraban asustados y no me dejaron cogerla”, nos cuenta desde su casa de Esperança, un pueblo a las afueras de Campina Grande, en Paraíba, el tercer estado con más zika de Brasil, por detrás de Bahía y Pernambuco.
Cada una en su casa, mientras se las entrevista, sostienen en brazos a sus hijos. No los sueltan por miedo a que lloren. “Es un llanto inconsolable, no sabría describirlo, pero hasta que nació Maria Gabriela nunca había oído algo así”, dice Carolina.
Hace más de un año que los gritos y las lágrimas son el día a día de estas mujeres. Cada una tiene sus trucos para calmarlos, pero el infalible es tenerlos en brazos. La seguridad de que los sujeten, de estar acompañados.
“Desde octubre de 2015 hasta febrero de 2016 teníamos entre nueve y diez casos por semana, cuando lo normal era tener alrededor de doce al año. Estábamos desbordados”, le cuenta a Univisión Olimpio Moraes, obstetra de la maternidad del Cisam de Recife.
El gobierno brasileño estimó que durante el último trimestre de 2015 y el primero de 2016 hubo entre 500,000 y 1,5 millones de casos, lo que hizo de Brasil el líder mundial en número de pacientes con zika.
Hasta mayo de 2017 los datos del ministerio de Salud indican que hubo 2,698 bebés afectados, y otros 3,000 que continúan siendo investigados. El 75% de todas las víctimas eran del nordeste del país.
Davi está a punto de cumplir dos años y Kassia con los ojos perdidos nos dice que “el cansancio se nota”. Cuando buscó ayuda le cerraron las puertas. Las guarderías no le aceptaban, las niñeras tampoco.
“Hasta mi familia tiene miedo de cogerle, nadie se quiere responsabilizar por si le pasa algo”, dice Kassia. Asume que tiene “un trabajo de 24 horas” y no sabe si algún día podrá volver a limpiar habitaciones de hoteles: “Lo echo tanto de menos…”.
La historia se repite con las otras madres. Jusikelly tuvo que vender su pequeña tienda de alimentos para dedicarse a Luhana sin descanso. La joven Carolina había empezado a estudiar enfermería y la vida le puso delante a un paciente para cuidar sine die. Abandonó los estudios y ahora se dedica a las “prácticas”.
Al dejar sus trabajos los ingresos disminuyeron y los gastos aumentaron. Las tres reciben el Beneficio de Prestación Controlado (BPC) equivalente a un salario mínimo (300 dólares), la única ayuda que ofrece el gobierno a los padres que tienen hijos con alguna deficiencia.
Las políticas de reducción del gasto público impuestas por el presidente brasilero Michel Temer han empeorado su situación. Antes también podían beneficiarse de la Bolsa Familia (100 dólares), pero ahora solo permiten una ayuda por unidad familiar y la pueden recibir con la condición de que entre todos sus no tengan una renta superior al salario mínimo.
No son sólo las madres las que han tenido que abandonar sus empleos, los padres también: “Mi marido tuvo que dejar su trabajo con contrato porque, si lo mantenía, no nos daban el BPC. Ahora coge lo que le va saliendo, todo en negro, sin ningún tipo de derecho”, dice Carolina.
Las cuentas no salen. Tres cuartos de la prestación que reciben la gastan en una leche en polvo especial, indicada para estos bebés que tienen dificultades para comer y para asimilar los alimentos.
Hace tres meses que Josikelly dejó su casa de Recife para irse a la periferia de la ciudad, al barrio de Jaboatão donde ofrecen una pequeña ayuda para comprar la leche. Después está el costo de los medicamentos que, dependiendo del mes, de las crisis que tenga el niño en ese momento, puede llegar a triplicar el salario mínimo.
—Si el 100% de la ayuda se va con los gastos del hijo enfermo ¿Cómo consiguen sobrevivir?
—La prioridad es que todos nuestros hijos coman. Y en eso ayudan los abuelos. Nosotros nos vamos apañando, y hay veces que comemos una vez al día, pero lo importante son los niños.
Así responde Josikelly: firme, sin victimismo, con una dignidad que impresiona. Ella al igual que las otras madres ha creado una red improvisada de ayuda. Cuando uno de sus hijos ya no necesita un medicamento donan los que tenían a otras madres, y así consiguen ahorrar algo.
Diversas ONG echan una mano con la medicación y con los equipamientos para la casa: silla de ruedas, otra silla específica para mantenerlos erguidos, tatamis en el suelo para practicar fisioterapia, una gafas (la mayoría tienen graves problemas de visión), y pañales, que probablemente tendrán que usar toda la vida.
Del luto a la lucha
“El primer día que entran en el hospital están completamente desesperadas, no entienden lo que les sucede a sus hijos, y se culpan por lo que les ha pasado”, nos cuenta Edna Silva, directora del Centro de Rehabilitación 3 (CER) de Campina Grande, uno de los tres centros de rehabilitación integral para los bebés con zika que hay en Paraíba. El estado de Pernambuco, que tiene el doble de población, hay ocho.
La escasez de hospitales y centros especializados hace que las madres cuando vuelven a casa, recién paridas, se pongan a buscar de inmediato un lugar en el que puedan recibir ayuda. Vagan como nómadas por el estado buscando el espacio que las acepte, que después tenga plazas y que además sea gratuito. Juntar las tres condiciones es casi un milagro.
Antes de eso han tenido que pedir cita con los médicos que las derivan a estos centros. Una cita que puede demorar hasta seis meses. Carolina tuvo la mala y buena suerte de que su hija María Gabriela se enfermó cuando apenas tenía diez días. Quedó internada dos semanas en el hospital y de ahí salió directo con el pase para el CER de Campina Grande.
Para llegar hasta allí camina cinco kilómetros bajo un sol inclemente. Una vez en la parada de autobús, le espera otra hora y media de trayecto con María Gabriela a cuestas. Según Edna Silva es común que haya madres que demoren entre tres y cuatro horas para llegar al centro de rehabilitación: “Hay falta de centros como el nuestro y cuando lo conocen, buscan uno igual, pero es difícil encontrar otro tan completo”.
El CER 3 de Campina Grande ofrece un tratamiento multidisciplinar con el especialista de cada uno de los síntomas que tiene un bebé con zika. Disponen de fisioterapia, terapia ocupacional, seguimiento con pediatra, foniatra (muchos no pueden hablar ni tragar), otorrino (una porcentaje elevado tiene sordera), oculista (ven doble o tienen miopías muy altas), gastroenterólogo (los problemas para ingerir alimentos y las dificultades para absorber las vitaminas) y por último, un equipo de psicólogos dedicado exclusivamente para atender a las madres.
“El dolor que sufren es inmenso, el agotamiento, la soledad. Nosotros aquí les ayudamos a pasar de la fase del luto a la de la lucha, las empoderamos”, nos dice Edna que recuerda el nombre de cada una de las 33 madres que atiende el centro en estos momentos.
Una vez que consiguen una plaza, el bebé puede quedarse hasta que cumpla los objetivos indicados por los especialistas. Si no los supera, tiene que volver a casa. Eso le sucedió a Jusikelly. Cada vez que su hija tiene una convulsión olvida todo lo aprendido hasta el momento. Dependiendo del mes puede llegar a tener hasta diez convulsiones en un día.
“Habíamos conseguido que hablara un poco, casi se sostenía en pie y de repente después de una de sus crisis, lo perdió todo”. El centro ACD de Recife le indicó que no podían atenderla más, necesitaban plaza para otro bebé y Luhana no podía avanzar.
Abandonadas por el Estado
Pese más obstáculos que les ponen, siguen luchando. Jusikelly no descarta mudarse de nuevo a otra región del estado si en ella encuentra un lugar en el que atiendan a su hija. Está acostumbrada a hacer kilómetros y kilómetros para todo lo que tenga que ver con Luhana. Incluso para comprar sus medicamentos.
“Una vez mi marido recorrió 29 farmacias hasta que consiguió la medicación que le calma el llanto. En los hospitales tampoco la tienen, tenemos que buscarnos la vida solos”, dice.
Esa sensación de desamparo es lo que más les indigna. “El gobierno no nos ayuda nada, si no fuera por las ONG que se preocupan por nosotros y por la solidaridad que hemos creado entre las madres estaríamos completamente desesperadas”, dice Carolina, que desde hace un año ha creado un blog que se llama Todos somos Maria Gabriela donde explica la situación de su hija y pide ayuda económica: “Este mes nos ha llegado la cuenta de la tarjeta con el gasto de las nuevas gafas de la niña y realmente no nos da ni para comer”.
Estas tres madres siguen viviendo rodeadas de mosquitos. De sus grifos sale agua cada diez días. Carolina llegó a estar dos meses sin que cayera una gota. No tienen ningún tipo de saneamiento básico, todas las necesidades y basuras se concentran a cielo abierto. Viven de lo que cae con la lluvia y lo acumulan en cajas de agua “cuidadosamente cerradas”, nos advierte con la lección aprendida sobre cómo luchar contra el mosquito que les cambió la vida. Entre varios vecinos juntan dinero para comprar el agua que necesitan para cocinar, lavar los platos y bañar a los niños. La ropa se lava cada diez días.
Human Rights Watch denució en su campaña “Relegadas y desprotegidas: impacto del Zika en mujeres y niñas del nordeste de Brasil” las condiciones insalubres en las que vivían estas madres.
“El gobierno de Brasil no se ha preocupado por las razones sistémicas de la epidemia del zika. Lugares sin saneamiento básico donde se acumula agua son los preferidos de esos mosquitos y no ha habido ninguna política que haya mejorado la situación”, señala João Bieber, uno de los investigadores del informe, que también denuncia la falta de asistencia médica y de información que reciben estas mujeres.
Kassia, Josikelly y Carolina han vivido toda la vida en esas condiciones, y aunque quieren que cambien, y las tres acusan al Estado de “negligencia”, su preocupación principal es que sus hijos tengan un tratamiento garantizado.
Kassia le pide a Dios volver a trabajar fuera de casa. Carolina, terminar sus estudios en enfermería. Y Josikelly, después de dar un largo suspiro, dice: “Sólo le pido a Dios volver a descansar”.