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Alcoholismo

“Era incapaz de sobreponerme al deseo incontrolable de beber hasta la última gota de la botella de ron”

La adicción al alcohol es vista como una debilidad moral, pero en realidad es una enfermedad crónica en la que la recuperación es posible. Esta es la historia de Roberto contada en primera persona.
28 Oct 2017 – 01:33 PM EDT
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A man drinks beer at the opening day of the "Gruene Woche" (Green Week) agricultural fair in Berlin on January 15, 2016. The International Green Week opens its doors to the public till January 24. / AFP / TOBIAS SCHWARZ (Photo credit should read TOBIAS SCHWARZ/AFP/Getty Images) Crédito: Tobias Schwarz/AFP/Getty Images

Mi primera borrachera fue a los 11 años, días después de hacer la Primera Comunión. Le dije a mi mamá que quería salir con unos amigos y le pedí permiso para ponerme el traje más bonito que tenía: el de la ceremonia eucarística. Estaba con chicos más grandes que podían comprar licor, por eso me fui de fiesta y bebí todo el aguardiente que pude. Uno a uno se fueron yendo mis amigos a dormir, pero yo quise quedarme y, cuando amaneció, estaba solo, hecho una piltrafa, tirado en una acera de la Plaza de Bolívar de Bogotá (Colombia) a diez cuadras de mi casa. La poca ropa que conservaba estaba sucia, desgarrada y maloliente. Alguien que me conocía le avisó a mi mamá y ella fue a rescatarme.

Al día siguiente, sin siquiera haberme recuperado de la resaca, volví a escaparme de la casa y me fui a beber a un pueblo cercano a Bogotá, donde vivían familiares. Así empezó una cadena indetenible de ocasiones para 'celebrar' y de excusas para reunirme con otros con el único objetivo de consumir alcohol. Esa fue la rutina de mi niñez, mi adolescencia, mi juventud y una buena parte de la adultez. Fueron 43 años los que viví sumergido en la enfermedad, entre el alcohol y las drogas. Y lo único que se salvó de ese tsunami tan largo fueron mis dos hijas y el amor tan grande que les tengo.

En el camino perdí casi todo. Mi primera esposa me dejó después de cinco años de matrimonio, la segunda relación estable que tuve duró otros cinco años. Me volví a casar a los 42 años y, media década después, otra vez me quedé solo. Nadie aguantaba mi mala conducta, la violencia intrafamiliar, la inestabilidad económica y, lo peor, mi falta de palabra. Y yo con cada episodio sacrificaba más dignidad y demostraba menos compromiso. Nada era más importante que beber.

A veces sentía tanta vergüenza, que después de una larga pachanga pasaba varios días sin salir de mi habitación. El malestar físico pasaba rápido, pero me quedaba el ruido en la cabeza y el vacío en la boca del estómago. Seguía fallándole a quienes insistían en creer en mí. Era incapaz de sobreponerme al deseo incontrolable de beber hasta la última gota de la botella de ron.

Estuve en la cárcel tres veces por robar o pelear. No terminé nunca los estudios formales y no era capaz de mantenerme estable en un trabajo. Eso lo constaté cuando fui a tramitar la pensión y me di cuenta de que había pasado por casi 50 empresas. Pero siempre era sumamente audaz para conseguir dinero y gastarlo inmediatamente en alcohol. Constantemente inventaba historias fantásticas que me salvaban de un despido o de un regaño.

A los 14 años, mientras trabajaba en una imprenta de periódicos, le apostaba a mis compañeros que podía alzar las bobinas de papel (que pesaban entre 400 y 500 kilos) solamente con mi fuerza, sin usar las poleas. Ellos aceptaban el reto y, a cambio, me daban monedas o me brindaban alguna cerveza. Sacaba doble ganancia porque demostraba mi hombría y me sacaba el premio mayor. Ese juego me ocasionó hernias en la columna que me impidieron seguir trabajando como obrero y así fue cómo llegué al área de contabilidad.

Un cuñado que también era alcohólico se dio cuenta de que yo padecía la misma enfermedad que él y me invitó a acompañarlo a reuniones de Alcohólicos Anónimos con la intención de que yo me animara a involucrarme con el programa. Pero yo no capté el mensaje y me alejé.

Un día noté que no era capaz de diligenciar las planillas de impuestos porque mis manos temblaban de forma incontrolable. Tenía que pedirle el favor a alguien (seguramente otro borracho) que hiciera el trabajo por mí y yo le agradecía con un trago. Hasta que un día me cansé de todo eso… de la frustración que me generaba tener que depender de otros para hacer lo que debía hacer.

El 18 de enero de 2004 empecé a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y este año cumplí 12 años seco, sin consumir ni una gota de alcohol. Incluso ahora trabajo como contador dentro de esta organización. He aprendido a relacionarme con la gente sin que lo que nos una sea el licor. He aceptado que soy un enfermo en recuperación y que, a diferencia de otros, nunca podré ser un bebedor social. Y me divierto un montón. No tengo duda de que ahora río más, duermo mejor, como sabroso, me rinde el tiempo (y el dinero) y me despierto sin sentir vergüenza. Amo con intensidad y hablo con propiedad. ¿Puedo ser más feliz? Estoy convencido de que sí, y todos los días, a mis 67 años, lucho para conseguirlo.

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